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Las lecciones que debemos aprender del Billetaje Electrónico

 

*Hayato Fuchiwaki

 

Aun recuerdo en mi época escolar, en los 70, que subir al micro era una experiencia casi de aventura. Lo hacía en la para de Pettirossi del Mercado 4, siempre con mucha gente. Esperaba en el asfalto a que los colectivos se acercaran con el pintoresco guarda que, flotando en la estribera de la puerta abierta anunciaba el itinerario del mismo, invitaba a los pasajeros a subir, ayudaba a bajar y también se encargaba de las mercaderías. Un silbido era la señal al chofer para proseguir la marcha para luego proceder a cobrar el pasaje. No entregaba boletos y tenía una memoria prodigiosa para reconocer en el entrevero a quienes aún no lo habían abonado. A petición del pasajero, el mismo silbido era utilizado como aviso para bajar en la próxima esquina.

El tiempo y la planilla de costos se llevaron a los guardas para ser parte de la historia, quedando el chofer con la doble función y responsabilidad. Aunque un Decreto en 1997, apiadándose del conductor, dispuso que la expedición y cobro de boletos se haga a través de expendedores.

Luego de 22 años de idas y vueltas, promesas electorales de 4 presidentes, aplazamientos y prórrogas, ese Decreto 16.891/97, comienza a gatear con el plan piloto en el 2019. Y cuando se pensaba que iba a ponerse de pie con la implementación completa como único medio de pago a partir del 23 de octubre de 2020 nuevamente tropieza para dar con el piso.

Este ejemplo, como botón de muestra de muchos otros, deja en evidencia nuestro modo de hacer las cosas, nuestras malas costumbres, el aún difícil camino hacia la tecnología y desnuda las falencias no solo del estado sino del sector privado. De cómo una excelente idea o la evolución natural hacia algo mejor puede ser un eslabón aún demasiado frágil para una sociedad que le cuesta caminar sin tropiezos hacia la modernidad y el orden.

La idea del billetaje electrónico no solo se desarrolla sobre la base de liberar al conductor de la responsabilidad del cobro, sino como un medio de contabilizar la cantidad de pasajeros que utiliza el transporte público y así calcular el costo real del pasaje y consecuentemente la subvención que tiene que pagar el Estado con nuestros impuestos. No es la panacea, aquel remedio considerado en la antigüedad la cura a todas las enfermedades, pero sí una herramienta útil para lograr una mejor administración de nuestros impuestos y una mayor transparencia.

Entre las quejas y justificaciones más comunes de las partes involucradas la que más he oído fue:

“El paraguayo deja todo a última hora, por eso faltaron las tarjetas”.

La primera parte es verdad y forma parte de nuestra idiosincrasia, y por eso mismo debe tomarse ese detalle como una constante y no como una variable. Y cabe preguntarse por qué el Vice Ministerio de Transporte, no previó esto con una campaña de comunicación más efectiva.

Las mismas empresas de las tarjetas cayeron dentro de otra constante de nuestra idiosincrasia al no prever y estar a la altura de las necesidades. Teniendo en cuenta la cantidad de usuarios y la cantidad de tarjetas vendidas hasta la fecha, podrían haberse dado cuenta del caos que se avecinaba. Tampoco pudieron lograr la reposición de las tarjetas a los negocios que comercializaban las mismas.

Aprendamos las lecciones que nos deja para no volver a cometer los mismos errores. La eterna pelea entre el Estado y Transportistas en cada solicitud de aumento del pasaje tal vez no se acabe, pero ayudará a transparentar las cosas. El statu quo solo beneficia a los Transportistas en detrimento del usuario y de las arcas del estado.

Permitir el fracaso de este sistema, luego de 23 largos años de vía crucis, sería no solo una tumba más en el cementerio de los buenas intenciones, sino definirá también el camino de otros tantos proyectos beneficiosos que se pretende implementar en el futuro.

 

* Abogado y Docente Universitario